La psicología caótica de las redes

Las redes sociales abruman con sus niveles de intolerancia, violencia y desprecio por el otro. En principio tienen un gran poder para hacer el bien y darles voz a personas y comunidades que antes no la tenían. Pero, como los ríos en invierno, se salieron de madre.

Hace poco, un amigo me envió un artículo que aborda el tema con extraordinaria agudeza. Los autores son Jonathan Haidt, investigador en psicología de las emociones morales, y Tobias Rose-Stockwell, comunicador experto en empatía en la tecnología. El artículo saldrá el próximo mes en The Atlantic.

Comienzan con un experimento mental. Imaginen que un día se duplicara el valor de la constante de gravitación universal. Los edificios colapsarían, nosotros nos arrastraríamos, los pájaros no podrían volar, y la Tierra cambiaría su órbita a una más cercana al Sol, asándonos a todos. Es decir que al cambiar una ‘pequeña’ regla básica de la física, nada sería lo que es.Psicología en la UPEA

Hay estudios psicológicos que muestran que los mensajes agresivos se difunden más, y más rápidamente, que los amables. Las noticias falsas son aceptadas y se difunden mejor en tanto más extrañas

Proponen, entonces, hacer un experimento similar con una regla de la democracia. Dicen los autores que a James Madison (uno de los diseñadores de la democracia americana) le preocupaba mucho que algunos grupos pudieran generar animosidad entre los ciudadanos, conduciendo al abandono de la búsqueda del bien común. Se tranquilizaba pensando que, en un país tan grande y tan diverso, esos grupos no podrían contagiar a otros. Pero ¿qué pasaría si súbitamente, en el siglo XXI, una nueva tecnología llevara mensajes a grandes poblaciones y en forma instantánea?

Es lo que está pasando. Las discusiones en las redes llegan a un nivel de agresividad que no se ve en el mundo no virtual. He visto a colegas profesores, usualmente amables, expresarse en las redes en forma burda y despreciando la dignidad humana de sus interlocutores.

Hay estudios psicológicos que muestran que los mensajes agresivos se difunden más, y más rápidamente, que los amables. Las noticias falsas son aceptadas y se difunden mejor en tanto más extrañas y perversas sean. La gente dice cualquier cosa y se cree las teorías conspiratorias más descabelladas. Se rechazan las evidencias en contra o, peor, se asumen como ‘prueba reina’ de la veracidad del complot. Las preocupaciones de la sociedad se desplazan hacia lo más inmediato. Se magnifican preocupaciones nimias, porque son las que están de moda en la red en ese momento.

Los autores sugieren algunas vías para resolver el problema y no perder la democracia en el intento. La primera es reducir la frecuencia y la intensidad con la que se participa en las redes. La gente busca en ellas el aplauso, que se mide en RT y likes. Si se eliminara esa métrica, posiblemente la atención se concentraría más en el mensaje que en su ‘éxito’.

Una segunda estrategia sería la reducción del alcance de las cuentas no verificadas. Abrir cuentas anónimas para atacar a otros o avanzar intereses (a veces malsanos) es muy fácil. Sin ir más lejos, gobiernos de un país han influido por ese medio en las elecciones de otro. Imponer unos requisitos de identificación disminuiría el impacto de esas cuentas.

Una tercera iniciativa sería aumentar la dificultad para enviar ciertos mensajes. Ya se han probado instrumentos de inteligencia artificial que detectan un mensaje tóxico y le recomiendan al autor tomarse una pausa para reconsiderar su envío.

Hay que explorar esas y más alternativas a fin de disminuir los efectos negativos para la democracia de una comunicación que hoy es agresiva, descontrolada y muy superficial. Los gobiernos y las compañías que manejan las grandes redes enfrentan ese reto. Los ciudadanos deberíamos ser lo suficientemente sensatos para hacer lo mismo. Pero lo que han demostrado las redes es que la sensatez no se da silvestre, hay que cultivarla.// El Tiempo

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