Las imágenes del sufrimiento en Ucrania provocado por la barbarie rusa nos devuelven a un viejo mantra: “El Derecho Internacional no sirve para nada”. Son muchos los factores que sustentan esta percepción generalizada. Su complejidad y la incomprensión de su lógica e historia lo convierten en un derecho denostado. Sin embargo, hoy más que nunca es necesario reivindicarlo, apostar por su esencia y fortalezas, sin ignorar sus debilidades ni abandonar la lucha por superarlas.
El ataque de Rusia a Ucrania no es solo, como se viene diciendo, una muestra más de la debilidad de este Derecho sino también la evidencia de su necesidad, la certeza de que la desprotección que actualmente sentimos sería aún mayor de no existir este conjunto de normas elaboradas durante siglos y a golpe de conflictos devastadores, basadas en el multilateralismo, el entendimiento, el diálogo, la tolerancia y la lucha contra el abuso de poder.
Imaginen un derecho en el que las reglas del juego las establecen los jugadores. Así funciona inevitablemente este sistema normativo. No puede existir esa gran autoridad superior que sus detractores demandan, porque eso quebraría el principio básico que sustenta la convivencia: la igualdad soberana de los estados, sin confundir igualdad en el plano jurídico con poder real en el escenario internacional, al igual que no debe hacerse cuando se proclama la igualdad de las personas en el ordenamiento interno. Es producto de la voluntad de los estados, pero eso no significa que no les obligue.
Los Estados se autoimponen reglas que limitan su poder
Los Estados soberanos acceden a limitar su poder al asumir compromisos sobre cuestiones a menudo complejas y conflictivas.
Si no somos capaces de interiorizar esta lógica, entonces nuestro acercamiento a este Derecho estará siempre sesgado y será incapaz de reconocer su valor.
¿Quién iba a pensar hace años que los estados crearían un tribunal con capacidad para juzgar a los dirigentes estatales, a aquellos que firmaban su establecimiento o sus sucesores? ¿Quién podía imaginar que se someterían al análisis de órganos internacionales que evaluarían su actuación interna en materias tan sensibles como la protección de derechos humanos?
¿Cómo conjugar esta igualdad soberana de los estados con la existencia de un derecho de veto en el Consejo de Seguridad? La historia explica esta paradoja. Se data en 1648 el origen del Derecho Internacional Público, con la firma de la Paz de Westfalia, en la que se sentaron unas bases válidas aún hoy, tales como igualdad soberana de los estados o principio de pacta sunt servanda.
Sus disposiciones tenían un fin primordial: evitar continuar matándose, sentar las bases para una convivencia en paz. Pues bien, la necesidad de cambio en Derecho Internacional no se aborda de forma pacífica; es cuando fracasa, es decir, cuando se produce un conflicto, cuando de nuevo los estados se sientan a una mesa con los muertos sobre ella para negociar los cambios llamados a fortalecer los flancos que condujeron al fracaso del sistema anterior.
Esto tiene una consecuencia inevitable: siempre hay unos vencedores al timón de estos cambios que quieren rentar su victoria. Ya en el siglo XIX se estableció esta hegemonía legalizada de las grandes potencias que se reflejó con naturalidad en las disposiciones de la Carta de Naciones Unidas en favor de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial.
¿Se aplica eficazmente? Obviamente, la impresión popular es que no. Lo hace en muchas áreas de intereses comunes(derecho del mar, cooperación… ) pero son también evidentes sus violaciones (invasión de Ucrania por Rusia o aquella de Irak por Estados Unidos…). Pero la existencia de violaciones no deslegitima al Derecho Internacional, al igual que la comisión de delitos no resta validez al Código Penal.
Un derecho atenazado por gobernantes como Putin
El Derecho Internacional está atenazado por los gobernantes estatales. Son ellos quienes hacen fuertes a sus instituciones o las dejan caer. Si fue posible la creación de Naciones Unidas fue gracias a unos dirigentes conmocionados por el sufrimiento de sus pueblos, conscientes de su obligación de evitarlo en un futuro.
Así lo transmiten con emotividad en el preámbulo de su Carta fundacional:
“Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas, resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles…”.
Pero ese compromiso se ha diluido con los años. Vivimos tiempos convulsos, mediáticos, populistas, de discurso fácil y efectista; conocemos líderes de masas empeñados en contentar para continuar, que parecen ignorar su responsabilidad como garantes de la paz social, incendiarios de aquellos a quienes están llamados a proteger. El discurso supremacista, excluyente, cala con facilidad, despierta instintos primarios de las personas y fluye con comodidad entre sus miedos y prejuicios.
La fortaleza del Derecho Internacional es inversamente proporcional al éxito de estos discursos.
Como el mito de Sísifo
Cuenta la mitología griega que Sísifo fue castigado a empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, para que antes de alcanzar la cima la piedra rodara hacia la base en donde debía reiniciar su castigo, así por toda la eternidad. Esta vez es Putin quien ha vuelto a situar la piedra en la base del camino y son los defensores de este Derecho quienes la empujarán por la ladera para evitar que vuelva a caer, en un bucle de sufrimiento al que venimos asistiendo desde el nacimiento del Derecho Internacional moderno en 1648.
En esencia, el Derecho Internacional requiere el esfuerzo de salir de las fronteras internas para tender la mano a otros, asumir las diferencias inevitables y luchar por una convivencia en paz. Por supuesto que hay egoísmo en sus planteamientos, pues parte de la interiorización de una idea: ahondar en las diferencias y la exclusión solo trae conflictos y sufrimiento.
Quien decide apostar por él lo hace para protegerse a sí mismo, desde la integración, la tolerancia, la solidaridad, el diálogo y el respeto.
Son muchas sus limitaciones y arbitrariedades pero también sus logros y conquistas. Despreciarlo fortalece el autoritarismo y conduce inevitablemente a la ley del más fuerte. Comprenderlo y luchar por mejorarlo es el único camino de la concordia.// The Conversation
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