Decía Max Planck que “los experimentos son el único medio de conocimiento a nuestra disposición. El resto es poesía, imaginación”. Unas palabras muy pertinentes en los tiempos que corren, donde todo el mundo parece esgrimir su propia verdad y espera el mismo respeto epistemológico de ella.
Para clarificar cuán diferente es el conocimiento científico del conocimiento pedestre, de la intuición o de las creencias (o de lo que nos ha dicho un amigo sobre algo), Robin Dunbar propone el siguiente ejemplo.
Imaginad que queréis averiguar qué determina el crecimiento de las cosechas. A ojo cubero, hay muchos factores que podrían influir: la cantidad de lluvia, la temperatura, el viento, la naturaleza del terreno, la inclinación y la orientación de la tierra, el mes en que tuvo lugar la siembra, el signo del Zodiaco cuando ésta se hizo, el número de pájaros que emigraron esa primavera, el número de días desde que comenzó el mundo…
Si bien es cierto que todas estas suposiciones podrían ser verdaderas, nadie es capaz de afirmar qué factores influyen de verdad en el crecimiento de las plantas y cuáles son correlaciones fortuitas, sin relación alguna con ese crecimiento.
Gracias al conocimiento científico, sin embargo, hoy en día sabemos que los 5 primeros factores expuestos sí que influyen. El sexto, séptimo y octavo no tienen ninguna relación con el crecimiento de la planta como tal, pero están correlacionadas con variables que sí lo influyen; y las dos últimas son, casi con toda seguridad, irrelevantes.
Lo interesante de esta clase de conocimiento es que es imposible llegar a él si no empleamos el método científico. Por ejemplo, imaginad que nos proponemos estudiar (sin el método científico) la posibilidad de que el signo del Zodiaco pueda determinar cuándo deberíamos plantar los cultivos. Esta constante hubiera proporcionado resultados durante años en Grecia central en los últimos siglos antes de Cristo:
aunque los planetas mismos no tienen influencia en el crecimiento de las plantas, sus movimientos a través del cielo sí están íntimamente correlacionados con algunos de los factores que lo hacen (de manera manifiesta, el modelo estacional de precipitaciones y temperatura).
Pero esta misma observación hubiese sido errónea en otro país del mundo en la misma época del año. Además, hoy en día ya no serviría un conocimiento así: la precesión del eje de rotación de la Tierra (el cambio gradual en la dirección de alineación con respecto a la estrella polar debido a la oscilación de la Tierra al girar sobre su eje) ha tenido como consecuencia que la posición de los signos del Zodiaco se haya desplazado un signo completo desde los tiempos de Aristóteles. Ahora la secuencia empieza en la constelación de Piscis y no en la de Aries, como ocurría hace 2.500 años.
La simple observación, la inducción, la aliteración de casos e incluso la supuesta concordancia entre causas y efectos no son conocimiento verdadero. Al menos, es una clase de conocimiento cualitativamente inferior al conocimiento obtenido mediante el método científico y la realización de experimentos que permitieran variar uno de los factores solamente.
Esto es algo que sólo ha sido posible recientemente. Por ejemplo, en los tiempos de Francis Bacon, los datos observacionales eran el punto de partida para la edificación de la teoría.
Provisto de una hipótesis basada en la observación, el científico tenía que emprender una serie de rigurosos ensayos experimentales para excluir todas las correlaciones espurias. No obstante, el desarrollo de la matemática estadística en los últimos cien años más o menos, nos ha proporcionado una serie impresionante de poderosas técnicas que nos permiten ahora acometer un análisis semejante con datos puramente observacionales. El análisis estadístico, que utiliza técnicas matemáticas que separan la influencia de factores distintos, ha hecho posible un aumento sin precedentes del número de estudios empíricos no experimentales, sobre todo en la segunda mitad de nuestro siglo.
Así pues, la inducción carece de la certeza del conocimiento que garantizan las disciplinas deductivas como la lógica y las matemáticas. El mejor intento para superar estos límites fue la falsación, creada por el filósofo austríaco Karl Popper. En pocas palabras, la falsación consiste en refutar una teoría concreta (una forma de inducción) y no en demostrarla. Como la confirmación es lógicamente inalcanzable, hay que refutar algo con certeza para acercarnos progresivamente a la confirmación.
Posteriormente ha surgido la corriente intelectual que aboga por la relatividad de las cosas: el posmodernismo. Según el filósofo Feyerabend, la ciencia, entonces, sería una “superstición más”. Antropólogos y sociólogos tratan de convencernos de que la verdad no es más que el resultado de un consenso. Dice José Antonio Marina respecto a esta corriente posmodernista absurda: “Cada grupo define lo que es verdad para él. La astronomía es la verdad del científico y la astrología la verdad de los alumbrados. Einstein y el vidente de turno están a la par.”
El problema es que esta idea ya se ha instalado en el sistema educativo. Andy Hargreaves, conocido sociólogo de la educación, ha escrito un libro titulado Profesorado, cultura y postmodernidad, en que afirma que:
En las sociedades postmodernas, la duda está en todas partes, la tradición se muestra en retirada, y las certezas morales y científicas han perdido su credibilidad.
Así pues, parece que tan importante como adquirir conocimiento es determinar qué es el conocimiento y como puede adquirirse. Así podremos saber cuándo estamos aprendiendo algo, cuando lo desaprendemos o cuando algún vendedor de humo nos la está intentando colar. De ello depende nuestra supervivencia como especie.
Vía: Genciencia
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