Latinoamérica es tierra fértil para eso que Pierre Bourdieau llamó las “falsas audacias del ensayismo”. Palabras con pedigrí se viralizan, vulgarizadas, en el léxico de intelectuales, opinadores y activistas, abonando la inspiración a nuevos Les Luthiers. Cierta sociología, convertida en tarima para disfrazar la militancia como pensamiento crítico, es pródiga en tales abusos. Una de sus víctimas recurrentes es la noción de hegemonía.
Concepto medular de la teoría contemporánea, la idea de hegemonía mutó sentidos y contenidos desde su origen gubernamentalista en la Grecia clásica, hasta su utilización por diversas corrientes de la política radical en los últimos dos siglos. Pero fueron Ernesto Laclau y Chantal Mouffe quienes recuperaron el concepto para una redefinición progresista de los objetivos y componentes de la democracia, en las sociedades del capitalismo tardío.1 Escritas antes de la caída del Muro de Berlín, sus tesis apuntaban a la necesidad de concebir un modo posliberal y posmarxista de construir el poder democrático. En el que las conquistas liberales por derechos políticos individuales y la pugna socialista por combatir la desigualdad colectiva se combinaran con otras agendas e identidades oprimidas. Bajo una concepción abierta y dinámica del orden y el cambio sociales, fundante de una democracia radical y pluralista, transformadora de las relaciones entre Estado y sociedad, así como al interior de ambos campos.
Si bien esta perspectiva presenta —como toda propuesta teórica— serios problemas a la hora de aterrizarla en casos concretos, la radicalidad de su crítica y potencial son claros. El totalitarismo leninista —hijo del paradigma jacobino—, el personalismo populista —manipulador de los subalternos— y el tecnocratismo neoliberal —enmascarador de la opresión privada— no salen bien librados de la concienzuda demolición de Ernesto y Chantal. Paradójicamente, cuando la obra reciente de la Mouffe se ha deslizado hacia la apología vulgar al populismo izquierdista, sustentada en una mal disimulada aversión a la democracia liberal, ello ratifica la valía de sus viejas tesis. Evidenciando la perenne amenaza que la abdicación del rigor académico, sometido a un estrecho partidismo político, representa para cualquier intelectual y su obra.
Pero si Laclau y Mouffe pueden ser recuperados en su rico pensamiento originario, la vulgarización de sus herederos entristece. Pasa cuando un culto intelectual cubano invoca a Raúl Castro para criticar la censura burocrática que “erosionará el discurso hegemónico de la Revolución y cederá más espacio a otros discursos contrahegemónicos”. Confundiendo un Estado con una Revolución y una dominación con una hegemonía. Sucede cuando una funcionaria de las ciencias sociales llama a “un combate desde el pensamiento crítico contra la hegemonía de las nuevas derechas”. Presentando como lo primero el popurrí leninista schmittiano de cierta izquierda criolla y denunciando como lo segundo la variopinta ideología de todo lo que existe allende el Foro de Sao Paulo. Curiosamente, la respuesta derechista a esas posturas, al manosear ad nauseam nociones como marxismo cultural, ideología de género y hegemonía gramsciana, vuelve a encerrar la realidad política en dogmas mediocres y autoritarios. En esta ocasión de manos del trumpismo y neoconservadurismo criollos.
Como señalaron Laclau y Mouffe “la experiencia de la democracia debe consistir en el reconocimiento de la multiplicidad de las lógicas sociales tanto como en la necesidad de su articulación. Pero esta última debe ser constantemente recreada y renegociada, y no hay punto final en el que el equilibrio sea definitivamente alcanzado”. Por desgracia, lo que abunda en las diferentes trincheras del pensamiento social latinoamericano es, en buena medida, propaganda disfrazada de teoría. Apología sin sustento, descalificación sin propuesta. Pura miseria de la sociología.// La Razón
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